En tiempos pasados el individuo tenía permiso para no hacer nada, ya que el mismo ritmo natural de la vida marcaba períodos de inactividad. Tras la revolución industrial, ha surgido la presión por la productividad, por la eficiencia, por utilizar cada segundo de nuestra existencia de un modo racional, incluso nuestro tiempo de ocio. En general la pereza conviene al individuo y es contraproducente para el colectivo; de ahí el empeño en inculcarnos desde pequeños la idea de que la pereza es nociva.