A medida que pasa el tiempo, las reflexiones de los antiguos sabios se hacen nuestras, y las repetimos no ya como destellantes revelaciones, sino como una trillada confirmación de verdades, ay, demasiado evidentes: la vida es breve, la felicidad pasajera, la carne triste, los sueños de juventud frustrados, la miseria del mundo constante. La vejez nos convierte a todos en pequeños filósofos de una apabulladora banalidad. Y sin embargo, releyendo a los clásicos, a Séneca, por ejemplo, nos damos cuenta de que nuestra vida se alimenta no sólo de hechos sino de palabras, que el hecho de haber vivido no es necesariamente un iluminador aprendizaje, y que la experiencia en el mundo no basta…