José mira el sol de frente y piensa. Piensa en la mujer y en lo que el diablo le dijo sobre ella en la venta. Y piensa el día en que las cigarras se callarán en la llanura y las ramas más finas de los alcornoques y de los olivos se tornarán piedra. Treinta años más tarde, José, hijo de José, mira el sol de frente y piensa. Piensa en la mujer de su primo y en lo que el diablo le va a decir al primo sobre ellos en la venta. Y piensa en el instante en que nada quedará, ni siquiera el silencio que guardan todas las cosas al mirarnos. Nadie nos mira marca, afirmémoslo sin sombra de duda, el surgimiento de una voz radicalmente nueva e importante en el panorama literario portugués contemporáneo. Una voz de la que a partir de ahora no podemos prescindir. Una voz que se afirma desde las primeras páginas de esta novela y arrastra inexorablemente al lector hacia lugares, emociones y encuentros de una belleza —terrible como sólo la belleza puede ser— nunca antes entrevista, que desemboca en un territorio tan inmenso, en una vastedad tan grande que sólo la llanura los podría contener, que sólo un sol del tamaño del universo los podría iluminar.