El 31 de octubre de 2007, el Congreso de los Diputados de España aprobaba la Ley de Memoria Histórica, "por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura". Entre otras disposiciones, la ley establece que el Estado "ayudará a la localización, identificación y eventual exhumación de las víctimas de la represión franquista", reconociendo así implícitamente que en este país, setenta años después de la guerra civil, sigue habiendo miles de muertos sepultados de forma indigna. Al hilo de los ásperos debates que ensombrecieron la tramitación parlamentaria de la ley, Antígona y el duelo explora lo que el autor califica de "memoria usurera", incapaz de reconocer el dolor de los otros. Asimismo, denuncia el miedo o la incapacidad de la clase política y de algunos medios de comunicación para conseguir que todas las memorias de los daños sufridos, todos los relatos y recuerdos de la guerra civil, todas las experiencias traumáticas de aquella contienda convivan en un espacio simbólico de duelo, una "moralidad desolada" y una memoria compartida, compasiva y piadosa, como la que ejemplifica la trágica figura de Antígona. Tras el debate político y jurídico, Antígona y el duelo aporta la reflexión moral en torno a la memoria histórica.