Una tarde de septiembre, un hombre de edad incierta se deja llevar por el gentío que baja por una elegante avenida de Barcelona. No lo mueve ni la gente ni la inercia de sus pasos, sino la búsqueda de una memoria en el centro de un océano interior tan delirante como dolorosamente lúcido. En su paseo encuentra viejas figuras que un día formaron parte de un juego cuyas reglas y objetivos ya no controla. Unas veces son conocidos de otro tiempo o su recuerdo, otras camareros de bares y terrazas, y hasta asoman algunos viandantes mudos y otros tantos muy locuaces, como un antiguo amor que se cruza en su camino sin saberlo o el hilarante encuentro con un tal Alberto Pesadillas. En definitiva, un montón de vidas vividas sólo a medias, que llenan el paisaje de cada día en la ciudad: «Y fue así como me encontré pensando en el asunto de las líneas de la vida, quiero decir de los dibujos que hacen las vidas, como si cogieras un lápiz en el momento de nacer y no lo dejases caer hasta el momento de morir, o como si se pudiesen ver, igual que las rayas que hacen los patinadores en el hielo, estas alambicadas volutas de la vida desde que empieza hasta que acaba».