«Maldita perra anarquista, desearía poder atacarte. Te arrancaría el corazón y se lo daría a mi perro». Este fue uno de los mensajes menos obscenos recibidos por Emma Goldman, mientras estaba en la cárcel por sospecha de complicidad en el asesinato de McKinley. La mujer más notoria de su época fue odiada amargamente por muchos e igualmente venerada por otros. Los fuertes sentimientos que despertó son comprensibles, pues ella era una extraterrestre: anarquista practicante, agitadora laboral, pacifista en la Primera Guerra Mundial, defensora de la violencia política, feminista, defensora del amor y el control de la natalidad gratuitas, y luchadora callejera por la justicia, todo ello desarrollado con un fuerte intelecto y una pasión ilimitada. Conocía a casi todas las personas importantes de los círculos radicales, y dominaba muchas áreas del movimiento, dando conferencias, escribiendo y arengando para despertar al mundo con sus ideas. Tras la Primera Guerra Mundial fue deportada a Rusia, donde, a pesar del primer gesto de bienvenida de Lenin, pronto descubriría que los anarquistas no eran muy bien recibidos. Goldman fue una mujer que dedicó su vida a eliminar el sufrimiento, pero que también podía hacer una bomba o ayudar a organizar un asesinato.