Mujeres que dicen adiós con la mano se sitúa -e invita a situarse a los lectores– en algunos los epicentros desde los que arrancan y se expresan los conflictos sociales y personales de Occidente en los inicios del siglo XXI. El hundimiento de las Torres Gemelas en Nueva York, el atentado del 11-M en la madrileña estación de Atocha, o las violentas revueltas de otoño de 2005 en los banlieues de París, protagonizadas por jóvenes sin otra identidad que el sentimiento de no pertenecer a un mundo que los excluye o en el que no desean incluirse, dibujan los escenarios exteriores, los laberintos íntimos por los que transitan, perdiéndose y encontrándose, las protagonistas de esta novela. Personajes casi vencidos, que se resisten a la derrota total, respirando en los límites de la supervivencia, reuniendo y recordando los errores que les han conducido a su fracaso. Personajes que, como afirma uno de ellos, deambulan por una realidad donde «los terroristas han ocupado el lugar de Dios». Estos personajes son ellos mismos y, al tiempo, constituyen la fotografía borrosa de nuestras sociedades occidentales en el siglo que comienza: sociedades del bienestar en las que nace imparable el malestar, una civilización que ha prometido la felicidad y que no logra detener el crecimiento de los vencidos por la vida, de los excluidos sociales. Una sociedad habitada también por sus víctimas –de la pobreza, de la frustración, del terrorismo–, conscientes de ser víctimas, cercanas al derrumbamiento interior, y que, pese a todo, no quieren renunciar a reinventarse sus vidas y la vida en la casa común de la realidad.