Cuando la prima de riesgo cumplió los dieciocho y los tipos de interés perdieron su atractivo, los protagonistas de Los pecados gloriosos ya estaban con el agua al cuello. No les hizo falta ninguna crisis para terminar de hundirse, el catolicismo irlandés los arrastró hasta el fondo. Sus vidas pesaron más que la caída de la bolsa y para ser justos, con sus bolsas, vacías de principios y dignidad, ningún mercado estaba seguro. Luego vino el asesinato, un simple asesinato sin ninguna mala intención, y sus caminos, verdaderos lodazales, acabaron por cruzarse y embarrar aún más la ciudad de Cork. Chapoteando en el fango estaban Tony y Ryan Cusack, padre e hijo, alcohólico uno, camello el otro; Maureen, despojada de su bebé por una religión corrompida y recompensada -caprichos de los años- con un mafioso; y Georgie, prostituta de profesión y puteada por sus circunstancias y por las circunstancias ajenas. Pero más allá de sus dudosos oficios, todos arrastran la pesada cruz de pudrirse por fuera y por dentro debido a la falta de afecto. Son unos desalmados pero unos desalmados casi adorables. Con su narración, reluciente de humor negro, amor oscuro y personajes opacos, McInerney nos abre la puerta de una Irlanda arruinada en todos los sentidos, un antro de perversión comunitario donde cada individuo hace lo que está en su mano por sobrevivir pese al lastre que suponen la propia historia y la doble moral. (Jorge Juan Trujillo, 25 de octubre de 2017)
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