La República de las Letras no tiene fronteras, ni gobierno, ni jerarquía. Alejada de cualquier especialización, sus miembros son estudiosos interesados en cualquier rama del saber, que no esperan remuneración alguna por sus conocimientos. A pesar de sus logros extraordinarios—filológicos, filosóficos y científicos—, fueron generalistas vivamente interesados en muy diversos aspectos del espíritu humano. Ya desde sus inicios, significó algo así como la defensa de un comercio amical con los vivos y los muertos que configuró un civismo ilustrado al margen de cualquier constricción doctrinal y que ha construído la Europa moderna, más allá de lo económico o lo nacional. Como dice Marc Fumaroli en el prólogo a esta edición de Acantilado que recoge por primera vez todos sus trabajos sobre la cuestión, «hacer la historia de esta institución singular y metamórfica es no sólo afrontar Europa bajo una luz desacostumbrada, ni económica, ni militar, sino convencerse también de que una instancia transnacional semejante es aún más deseable en el siglo de Facebook de lo que lo fue en el siglo de la invención del libro».