Ha sido providencial que el cardenal Jorge Mario Bergoglio, «venido del fin del mundo» —de ese Gran Sur donde están los pobres de la Tierra y vive la mayoría de los católicos— haya escogido, elegido papa, el nombre de Francisco. Francisco de Asís sintió la llamada a restaurar la Iglesia de su tiempo que estaba en ruinas para devolverla a la tradición de Jesús. Esa misma inspiración mueve ahora a Francisco, obispo de Roma: una Iglesia pobre y para los pobres, humilde, sencilla, con olor a oveja y no a flores de altar. En una Iglesia que vuelva a ser hogar espiritual, el papa ha de ser pastor antes que autoridad eclesiástica, ha de presidir más en la caridad y menos con la frialdad del derecho canónico, tiene que ser más hermano entre otros hermanos aunque con responsabilidades diferenciadas. Tras el largo invierno eclesial, el papa Francisco recupera la frescura y la fragancia del Evangelio que caracterizaron al «Pobrecillo de Asís», desde el cuidado y la relación fraterna con todos los seres, no por encima, sino al pie de cada ser.