El hombre que inventó Manhattan se hacía llamar Charlie, aunque su verdadero nombre era Gerald Ulsrak. Había nacido muy lejos, en las montañas de Rumania, y siempre había soñado con un sitio mejor. Charlie inventó la Taberna del Caballo Blanco y, alrededor, el Village. Inventó a Dylan Thomas bebiendo allí su última copa y el Hotel Chelsea, para dejarle morir en él una mañana de 1953, también inventó los bares de striptease de Times Square, las tiendas Disney, las pantallas gigantes y el cowboy desnudo que tocaba la guitarra bajo la nieve. Noche tras noche Charlie se repetía lo mismo: mañana será un buen día, mañana será un buen día. A través de la mirada de Charlie emerge una ciudad mítica, en la que el hechizo de escritores, gangsters y showmen planea sobre las historias de un heterogéneo grupo de personajes: un celador de hospital que se hace pasar por doctor, un hombre enamorado de dos gemelas coreanas, un vendedor de pianos o una joven periodista que se codea con productores de cine, diseñadores y cantantes de moda.