Agosto de 1592. Un alguacil y dos ayudantes llegan al monasterio de Úbeda para exhumar los restos mortales de Juan de Yepes –el célebre místico y poeta español que pasará a la posteridad como San Juan de la Cruz– y llevarlos a Segovia, donde recibirán sepultura definitiva. En el momento de retirar la losa que protege los despojos del finado, descubren el cadáver incorrupto del carmelita, del que emana un olor indescriptible, que para algunos es el «perfume de la santidad», «el fantasma de una flor»: en todo caso, un milagro que inflamará la devoción y el afán por conseguir reliquias del fraile y que marcará el inicio del sinuoso y onírico periplo de nuestros protagonistas, lleno de aventuras y extravíos, por la noche oscura del alma y de la meseta española, camino en el que, jornada a jornada, el cuerpo del religioso irá menguando paulatinamente, esquilmado, desmembrado por la veneración de los fieles con los que se cruzan, invadidos por un extraño y voluptuoso furor, tan parecido a la lujuria de la carne.