Arturo Cifuentes crece en Madrid, en internados y residencias para estudiantes. Aunque no despierta a diario al calor de los padres, secretario de ayuntamiento y farmacéutica, goza de lujos exquisitos, pero un mal día el mundo cambia para él. Quienes le dieron la vida, Bernardo y Marina, fallecen en un desgraciado accidente cuando van a visitarle.
A partir de ahí, principios de los años ochenta, con la carrera de derecho muy avanzada, su solidez económica y emocional se derrumba. Apremiado, busca un empleo y se aloja en una pensión. Los días para él son oscuros, como las noches. Sufre, estudia y trabaja.
A pesar de tanto infortunio, aprueba el curso completo. Conoce a don Antonio Hurtado, compañero y amigo de su padre, quien siente la obligación de revelarle un asunto delicado sobre el nefasto accidente. No se atreve. Quizás más adelante.
Hundido en penas y nostalgias, pasa las vacaciones estivales en El Barraco, población donde residieron sus padres. En las noches veraniegas, dentro del saco de dormir, repasa la biografía familiar y acaricia la foto imaginada de su prima Mercedes.
Llegado el momento, conoce la supuesta realidad de la tragedia que le condiciona la vida. Años después, marcado por aquellas vacaciones y el buen trato recibido, decide con su esposa, ya jubilados, quedarse a vivir en El Barraco. Allí, conmovedores sucesos publicados confirman al abogado Cifuentes que el mejor juez es el autor del delito, pues la justicia no siempre cobra las deudas adecuadas a quien lo merece.