En el apéndice de mi edición de Salambó hay dos cartas como respuestas de Flaubert hacia dos críticas negativas efectuadas por un tal M. Froehner y la otra por el prestigioso y respetado Sainte-Beuve, escritor y crítico de arte; ambas críticas, soslayando la perfección absoluta del estilo y la prosa brillante de Flaubert, apuntan vil y estúpidamente a correcciones menores, como supuestos anacronismos, determinadas exageraciones, fallos graves en la utilización de nombres de dioses, lugares, personas. Bien, todo esto me parece a mi una verdadera injusticia y una imbecilidad. Injusticia sobre todo por eludir los esfuerzos del autor para recrear un mundo extinguido, del cuál sólo se ha valido de fragmentos de historiadores, cuyos datos sean posiblemente tan falsos y equívocos como los de Flaubert, en todo caso, ¿quién puede saberlo?. Imbecilidad porque yo he disfrutado bestialmente de esta novela y lamento que no hayan podido ellos, tan pendientes del error nimio estaban. Si es una novela histórica, no me importa. Si es ficción, no me importa. Por mi, pueden ser las guerras púnicas un invento de Flaubert, que no hace la diferencia. Amilcar, Espendio, Matho, Salambó, Narr´Havas, Hannón son geniales. Uno de ellos es ficticio. Si tomamos este primer indicio y partimos de esta simple base, ya la crítica tendría que quedar nula, al menos en este punto. El libro se titula "Salambó". Tengo entendido que Salambó no ha existido más que en la fértil imaginación del estilista más condenadamente obsesivo que haya existido jamás. Me pregunto entonces, como hombres tanto más inteligentes que yo, tanto más leídos y cultos, no han podido sacar esta simple conclusión y haber disfrutado de la rebosante, apabullante, colorida y brutal obra de Flaubert. La novela tiene la exactitud descriptiva de una pintura o una fotografía. Toda la extravagante magnificencia del oriente emerge como una luminaria desde la ubérrima mente del francés y es registrada palmo a palmo. Comienza con el festín de los bárbaros en los jardines de Amílcar. Se celebra la batalla de Eryx. Luego, como Cartago no puede pagar a los mercenarios, quiénes habían peleado contra Roma, comienzan las rebeliones y los destrozos. Asesinan a los elefantes, animales sagrados y respetados en Cartago. Matan cruelmente a los maravillosos peces de Salambó. Salambó se asoma por la terraza. Matho ve a Salambó y se enamora de ella inmediatamente. Más tarde se liberan a los esclavos de la ergástula. Entre ellos está Espendio, quién será esclavo de Matho. Espendio, sin embargo, dirige en muchas ocasiones el rumbo de Matho, obnubilado por el amor de Salambó. Espendio idea el robo del velo sagrado de Tanit, Diosa lunar, llamado Zaïmph o Zaimf, el cuál no puede ser visto por ojos humanos. Matho especula de esta manera con atraer hacia él a Salambó. A lo largo de la novela se suceden las batallas. Son estas de una crudeza y realismo terribles; existen crueldades insólitas y son muy vívidas y gráficas. Flaubert demuestra, además, un conocimiento nato o un estudio exhaustivo de las estrategias de guerra. Gran parte de la novela trata sobre estratagemas bélicas notable y pacientemente descritas. Hay una enorme cantidad de líneas inolvidables, imperecederas, mágicas, soberbias. Se puede escuchar casi el choque de las cohortes, el estallido metálico de las espadas, el crujir de los huesos; la sangre, por momentos, pareciera salpicarnos en el rostro. Existe un refinamiento del dolor y la tortura como nunca antes había leído. Pero también se puede oler los pebeteros, donde arde el incienso, y observar la belleza de Salambó, e imaginar el esplendor del palacio, con sus pisos enarenados de polvo de oro y sus colgantes de púrpura y sus vasijas de oro con incrustaciones de pedrerías exóticas. Todo lo contiene esta novela. Es excesiva por donde se la analice. Hay partes verdaderamente impresionantes. Las ejecuciones de los niños pequeños en sacrificio ofrecido a Moloch, Dios del fuego, son asquerosas y muy tristes. Moloch estaba construido en bronce y era calentado el metal hasta tomar la temperatura adecuada. Tenía los brazos abiertos y se depositaban allí a los niños, quiénes eras abrasados por el calor y consumidos luego en su vientre encendido. Me ha conmovido particularmente el momento en que Amílcar Barca ve a sus elefantes mutilados, al principio de la novela, por los mercenarios. Uno de ellos se acerca y refriega, al reconocer a su amo, su muñón espantoso contra el cuerpo del sufete haciendo que este se emocione casi por única vez en toda la novela. Es una imagen realmente balsámica entre tanta violencia. El final, con el suplicio de Matho frente al populacho, que le apedrea, le arranca jirones de piel, le clava las uñas en su carne, lo escupe y que al ver a Salambó pretende no morir, y recuerda y comprende que todo el sacrificio lo hizo por ella, es maravilloso. Por su parte Salambó muere también, en pleno festejo y unión con Narr´Havas antes de ser desposada por este. Salambó se desvanece al ver sufrir a Matho aunque ella no lo acepte. Flaubert explica su muerte por el velo del Tanit; yo creo que fue por Matho. Salambó murió de amor, y en su virginal inocencia, nunca lo pudo saber y confundió el amor con el odio. Quería decir, por otra parte, que este es el único escritor capaz de multiplicarse. Me explico. Flaubert escribió “Madame Bovary”, y también escribió “Salambó” y “Memorias de un loco” y “Bibliomanía” y “Un alma sencilla”, y otras tantas obras, tan diversas entre si; no diversas en cuanto a la temática únicamente, sino al estilo narrativo empleado en cada una de ellas. No recuerdo alguien capaz de tamaña hazaña (horrible cacofonía). El Flaubert de "Madame Bovary" es preciso, lineal. En "Un alma sencilla" es melancólico, sensible y amable. En "Salambó" o en "Herodías" es perfecto, descriptivo, frío. En lo poco que llevo leído de "La tentación de San Antonio" es algo hermético, creo, más difícil. Nadie ha podido ser distintos escritores, todos brillantes además, como Gustave Flaubert: Salambó es una cabal muestra de ello.
hace 8 años
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