La dilatada carrera literaria de William Somerset Maugham estuvo colmada de triunfos, en las primeras décadas del siglo XX como autor teatral en Londres, donde llegó a tener hasta cuatro obras en cartel al mismo tiempo –algo que ni siquiera Oscar Wilde logró nunca–, y más tarde como novelista, con éxitos a escala mundial que hicieron que varios de sus libros fueran llevados al cine. Sin embargo, su verdadero talento cristaliza en sus cuentos, en los que a un amplio conocimiento de la vida mundana cosmopolita se unen sus enormes y minuciosas dotes de observación, salpicadas de aguda malevolencia. Como advierte Vicente Molina Foix en el prólogo, el cuento era para Maugham la narración de un solo acontecimiento, material o psicológico, del que eliminaba todo cuanto no fuera esencial para su propia elucidación y unidad dramática. Heredero de Flaubert y, sobre todo, de Maupassant, se oponía frontalmente a la moda de la época, rendida al mandamiento chejoviano de no acabar los cuentos con un «final» que otorgase todo el sentido dramático al argumento. Prefería huir de los excesos verbales para permanecer fiel al desarrollo lógico del relato, que debía concluir «con un punto final antes que con puntos suspensivos». Lo importante era «narrar hechos» con la mayor naturalidad y lucidez. Provenientes de épocas muy distintas y de muy variada extensión, los doce cuentos que integran este volumen son una perfecta muestra de su virtuosismo como narrador de historias.