El mundo moderno, como un caballo desbocado, hace tiempo que galopa a tal velocidad que puede que no seamos conscientes de que ya no somos capaces de conducirlo. Los cambios que antes tardaban siglos en llegar y ser asimilados llegan hoy en segundos y a velocidades supersónicas, de forma que antes de darnos cuenta ya se han convertido en obsoletos. Sin embargo, seguimos aferrados a la creencia de que hay cosas inamovibles, y como ejemplo de ello tenemos la ya tan desgastada democracia. Como si fuera un dogma sobre el que no cabe discusión alguna, seguimos creyendo en ella, negándonos a constatar su deslucida salud y sin que nadie sugiera la idea de aplicarle un remedio curativo. En el plano social, seguimos obstinados en lo de un hombre, un voto. Lo que el autor pretende es exponer ideas que, por más que utópicas, permitan mejorar el funcionamiento de las instituciones nacionales e internacionales, y en aquellas, el cauce de la participación individual, eligiendo a un cercano, conocido, conocedor y fiable, que le informe honestamente y lo represente en las instancias superiores a las que él no tiene acceso, para que desde allí luche por que los intereses comunes predominen sobre los partidistas e individuales. Porque lo que hoy estamos haciendo, tanto dentro como fuera, es nombrar, a ciegas, a quienes no conocen nuestros problemas y, a veces, ni siquiera hablan nuestra lengua. Y así, el mundo, además de moverse a velocidades siderales, se va convirtiendo en una enorme e inmensa torre de Babel, donde los dardos de nuestras pretensiones no logran alcanzar la diana.