Los progenitores de Saïd opinaban que la gloriosa insurrección proletaria estaba a la vuelta de la esquina, de modo que lo sacrificaron todo para acelerar su advenimiento. De tan heroica ofrenda al dios de los paraísos futuros no excluyeron ni su matrimonio ni la infancia de su hijo. Ya le habría gustado a él que lo hubiesen consultado antes, sobre todo en lo relativo a la espinosa conexión dialéctica entre la lucha de clases y los monopatines. El indomable líder de la vanguardia obrera se vio muy pronto constreñido a desertar del frente doméstico para despachar las altas misiones que la historia le asignaba. Pero su esposa (incombustible, leal y abandonada) no cejó en el empeño y, sin dar tregua al capitalismo agonizante, siguió instruyendo al niño en el desprecio a los lujos burgueses que éste tanto anhelaba. Mientras tanto lo sometía a un febril tratamiento de gimnasias militantes destinado a convertirlo en el vástago perfecto de la causa. Ni siquiera faltó un reglamentario viaje a Cuba. ¿Pero qué ocurre cuando el gran día se retrasa? Aquí podrán leer la deliciosa respuesta a esa pregunta tan honda y afligida.