Estamos en abril de 1964, pero la primavera no se decide a llegar. Florencia está cubierta por un cielo gris y húmedo, un cielo triste que no anuncia nada bueno. Tampoco anuncia nada bueno la llegada a la comisaría de un hombre muy, muy pequeño que, con aspecto alarmado, pide insistentemente ver a Bordelli. Es Casimiro, su amigo enano, que acaba de descubrir en un campo el cadáver de un hombre. Bordelli se apresura a ir al lugar del delito, pero no hay ni rastro del cuerpo. Sólo encuentra una botella de coñac francés y un perro que intenta morderle. Pocos días después, es hallado el cuerpo sin vida de una niña entre los matorrales de un parque. En el cuello hay señales de estrangulamiento y, en el vientre, un feo mordisco. Empiezan las investigaciones y uno de los períodos más sombríos para Bordelli desde el final de la guerra, aquella guerra cuyas imágenes vuelven a menudo, obsesionando su memoria durante las noches de insomnio. Una llamada telefónica anuncia que se ha encontrado un nuevo cuerpo: se trata de otra niña, otro absurdo homicidio con ese mismo mordisco, que parece una macabra firma. Y, tampoco esta vez hay ningún rastro, ningún sospechoso, ningún indicio, nada que permita entrever el rostro del asesino. Realmente es un asunto sucio para el comisario Bordelli y para su equipo habitual, los agentes Piras y Mugnai y el forense Diotivede: un asunto que parece destinado a convertirse en una pesadilla sin fin, tan oscuro como el cielo de Florencia.