La revisión que Burgess hace de la figura de Napoleón es, como mínimo, inusual. Es posible que haya lectores que atraídos por la idea de una novela histórica inspirada en la figura del emperador corso, abran el libro, y desistan tras unas páginas que se alejan conscientemente de la narrativa histórica al uso. E incluso algunos de esos lectores, si son poco audaces y de lectura escasamente entrenada, consideren la Sinfonía napoleónica poco menos que infumable. Harían poca justicia. Esta novela es atrevida, kubriciana, joyciana, y muy brillante, pero pide un lector atento y colaborativo. La premisa es clara: trasladar la tercera sinfonía de Beethoven, la Heroica —compuesta en honor a Napoleón— a las páginas de la novela. Como en la sinfonía, el tema central, la figura del emperador, es literaria-musicalmente expandida según la tonalidad y el ritmo que predomina en cada uno de sus cuatro movimientos. Los saltos de punto de vista, de narrador, las constantes elipsis, la amplia enumeración de voces y personajes apenas esbozados, crean un conjunto tan exuberante como coherente, que toma predilección por los pasajes chicos de la vida de Napoleón. Se humaniza así su figura, diseccionada a partir constantes martilleos y fogonazos que van —al modo de notas, o de variaciones musicales— sometiéndonos tanto a su ambiente como a sus interioridades. Hay humor, hay miseria humana —como esa turba de personajes, muchos infames, que rodean al emperador—, hay momentos de grandeza, hay momentos nauseabundos, e incluso hay momentos de ternura, como esa última relación de Napoleón con Betsy, la muchachita inglesa que le hizo compañía temporal en su postrer destino de la isla de Santa Elena. Una novela diferente, en fin, que tiene en su planteamiento y en los deslumbrantes registros lingüísticos de Burgess su mejor activo. (Carlos Cruz, 27 de marzo de 2015)
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