Adorada por el público, venerada por la crítica y respetada por todos los aficionados al cine, Ingrid Bergman fue la estrella más amada de los años cuarenta. Tenía una mirada dulce y serena, un rostro delicado de incomparable belleza y el porte elegante de una dama. Era espontánea, sincera y femenina. Y componía sus personajes con una claridad, precisión y profundidad asombrosos. Pero lo más prodigioso era su portentosa naturalidad, su maravillosa ductilidad. Nunca fue una diva glacial, sino una criatura vital y exquisita, e incluso en sus papeles más sofisticados desprendía una aureola de autenticidad.