A los trece años partí desde la selva de Ghana hacia el País de los Blancos. Tras cinco años, en los que crucé el desierto y después el mar en patera, llegué a Barcelona. No imaginaba que entonces iba a empezar lo peor y, tiempo después, lo mejor. Viví en la jungla de cemento e indiferencia, dormí en la calle, pasé hambre, frío y miedo y me enfrenté al racismo.
Pero también viví la feliz acogida de mi familia catalana. Aprendí a leer y escribir, me puse a estudiar y comencé a trabajar. Incluso fui a la universidad. Pero cuanto más sabía, más interrogantes me surgían. ¿Por qué se ha congelado la montaña?, me pregunté al ver la nieve por primera vez. ¿Entonces Dios no creó el mundo en siete días?, me planteé cuando me explicaron la teoría del Big Bang. Cuando iba al supermercado no veía comida, sino una sucesión de objetos de colores vivos alineados, pero ¿dónde se podía coger una cabra?
He explorado muchos puntos de vista a lo largo de todo este tiempo: el chamanismo, el cristianismo, el islam y la ciencia. Y he aprendido que, al final, todos los seres humanos somos iguales: no hay nada más importante que el amor y disfrutar de la vida sin hacer daño a los demás. Y que el éxito no es más que una acumulación de fracasos sin perder la ilusión.