Para un agente de la CIA, el undécimo mandamiento prescribe no dejarse atrapar y, en una situación límite, no confesar. Connor Fitzgerald ha transgredido el undécimo mandamiento. Veintiocho años en la agencia iban a concluir en una fría prisión de San Petersburgo. Sin duda, es víctima de su pecado, pero también de una infame conspiración, en la que están implicados la directora de la Agencia, Helen Dexter, y, de forma indirecta, el presidente de Estados Unidos. La alta política, la capacidad de sacrificio y la ambición depoder son, en esta novela, el motor de las peores motivaciones humanas.