Originaria de una familia venida a menos (judía por parte de padre), habría podido casarse; sin embargo, prefirió ingresar en un convento. Teresa pretende asumir esta dolorosa elección —casi le cuesta la vida y arruinó definitivamente su salud— con todo su rigor: se «descalza» obtiene de las autoridades el permiso para reformar el Carmelo, convence a otras religiosas para que la sigan. Podría haberse contentado con esto y vivir lejos del mundo una experiencia espiritual excepcional, pero Teresa también es una mujer de acción. En pocos años, funda dieciséis carmelos en España. En un mundo de hombres, reivindica el derecho de las mujeres a su personalidad; seduce a los mayores espíritus de su época, a sus contemporáneos más temibles. La irradiación de la espiritualidad carmelitana es su contribución a la renovación de la vida religiosa en la España de Felipe II y, luego, en toda la Europa católica. Teresa desconfía de los éxtasis y, como aborrece las beaterías, se niega a confundir arrobamientos y abobamientos, ascesis y masoquismo, humildad y menosprecio de uno mismo. En su esfuerzo para distinguir la experiencia del amor de su comprensión y de su expresión, ilumina las realidades más complejas de la vida psicológica. Elevación del pensamiento y hondura psicológica, rigor en el análisis, precisión en la expresión, sentido de la medida, humor, son algunas de las lecciones que da a los hombres de nuestro tiempo.