Hay libros que llevan en la estantería años y no he tenido el valor o las ganas de enfrentar. Son fruto de regalos de familiares y amigos, otros sencillamente un capricho y algunos, de esos que digo “éste no puede faltar en mi biblioteca”. El caso es que permanecen ahí, en una especie de letargo, hasta que un día una vocecilla desde lo alto de las baldas me dice “a mí, a mí, ya estás preparado para mí”. Y es así, como si ellos decidieran el momento exacto en que debo leerlos, basándose, claro está, en la experiencia vital por mí acumulada, en los libros precedentes y el estado de ánimo que ellos requieren de mí para dejarse leer. Así es como el Zaratustra de Nietzsche esperó pacientemente en su estante hasta verme preparado. Y así es como El retrato de Dorian Gray, ofrecido y recomendado tantas veces por un viejo amigo, comprado años más tarde porque “no podía faltar en mi biblioteca”, había permanecido mudo, esperando su momento. Volvía a mí, después de una larga temporada sin apenas leer, y lo hacía para devolverme la pasión por la literatura, concretamente por esa literatura moderna y decadente que la novela representa con tanta finura. Criticada y considerada perniciosa en el momento de su publicación y los años subsiguientes, pasado ya el tiempo en que puede más el ruido y la algazara, que la mera belleza artística que la obra literaria encierra, nos queda un clásico de lectura obligada para comprender el decadentismo europeo.
Más allá de la temática principal de la novela, reflejada en tantas y tantas versiones cinematográficas, y que ninguna ha sabido traducir con solvencia, como ocurre con la gran obra maestra de nuestra literatura, El Quijote, su mayor atractivo recae en los brillantísimos diálogos, en los que podemos discernir el contraste entre el narcisismo y hedonismo de Dorian Gray y el dandismo del ingenioso, brillante y siempre elegante Lord Henry. Sí se ha tratado la relación entre Dorian y Basil, especulando con los tintes homoeróticos, que si bien pudieron ser buscados por Wilde en busca de una fama notoria, y descartados por él más tarde, envuelto en el escándalo judicial, no tienen mayor transcendencia para la historia. Estos términos, de hedonismo, narcisismo y dandismo, dando a este último por resumen o sinónimo de los dos anteriores, son la base de las diferencias que el autor quería destacar con sus dos personajes. Puede que Lord Henry pervirtiera la mente inocente de Dorian, pero su recato y su manera de conducirse en sociedad, le relegan al rango de teórico del inmoralismo. Sus consejos, cínicos y provocativos, aceleraron la degeneración de la moral de Gray, pero dejando intacta la suya. Son esos consejos, esas reflexiones extraídas de la propia experiencia, los que convierten a la novela en lo que es, ciento veintitantos años después. Merece la pena la descripción de la sociedad victoriana, y como ya he dicho, del decadentismo europeo, pero más en su vertiente psicológica que en la mera imagen de sus salones, paisajes o escenarios. Es difícil no enamorarse de esta obra, amena, considerada por algunos como novela de terror gótica, sí, pero no por ello carente de un contenido profundo y un análisis exhaustivo de la psique humana, sus pasiones, sus miedos y sus contradicciones.
hace 9 años
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