Cuando uno tiene un ejemplar de El escultor entre manos, no es difícil notar a simple vista de que nos encontramos ante una novela gráfica de envergadura. Es una obra de extensión considerable, de cinco centenares de páginas; una rápida hojeada basta para ver el detallismo del dibujo, especialmente en aquellas partes en que las viñetas se amontonan o a la inversa, cuando un único dibujo espectacular llena toda la página; y el que conozca a McCloud, sabe que este es un nombre a tener muy en cuenta. La historia, a priori, es tópica y manida: un artista —escultor en este caso— en horas bajas, tocando un fondo que linda con la depresión, y una redención que en parte viene dada por una historia de amor chico-conoce-chica de esquema clásico. Pero esta naturaleza se invierte a las primeras páginas, cuando de manera perturbadora se introducen algunos elementos fantásticos e irracionales en la trama: su protagonista realizará un trato con la muerte. Más allá del dibujo, más allá de la decadente atmósfera neoyorkina plasmada en una paleta de tonos fríos en un gris ligeramente azulado, es de destacar la soberbia construcción de la historia. La inmersión en ella desde el principio, desde que aparecen los primeros elementos extraños, es total. Su lectura constituye, gracias a esa habilidosa urdimbre de la trama, en un verdadero viaje, en uno de esos que no dejan indiferente a uno, un viaje redondo, que impresiona y que gratifica el tiempo empleado en detenerse y disfrutar de ese ingente medio millar de páginas. (Carlos Cruz, 8 de junio de 2015)
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