Una escritora madura vuelve a los lugares de su infancia. Lalla Romano nos ofrece en este texto suyo de 1964 una obra bellísima y exacta, con páginas nunca demasiado melancólicas ni demasiado dolorosas que rastrean la felicidad perdida. La dicha, parece decirnos, se encuentra en los pliegues del tiempo, en esos desplazamientos que a veces se crean entre el pasado y el presente. Toda la novela está impregnada de un sentimiento del después, de las cosas reconocidas sólo cuando han pasado y desaparecido. La propia Romano lo dijo en una entrevista: «No hay arrepentimiento ni nostalgia en este libro, pues aquel mundo no está perdido. Es cierto que ha pasado, irrevocablemente; pero ahora lo comprendo, lo amo y, finalmente, lo poseo. Como dice Faulkner, la felicidad no es, pero fue».