azar, si es la mano de Dios la que provoca el encuentro o si este es el resultado de una complicada ecuación.
Nunca lo sabremos, pero nada es casualidad, y si los encuentros son pura matemática, el viejo profesor despejará la incógnita tarde o temprano.
No importa que su memoria solo dure ochenta minutos, su asistenta y el hijo de esta siempre le recordarán lo que el olvido le niega.
Como lector, desconozco dónde radica el éxito de la novela, reeditada decenas de veces -siempre se me dieron regular las mates-. Quizá la fórmula del éxito sea simple, y es que Ogawa nos enseña a amar y a no renunciar a quien, por sorpresa, llama a las puertas de nuestra vida con insistencia.
Nos enseña a no renunciar a la felicidad, aunque esté limitada a ochenta minutos, tiempo suficiente para que un hombre regale su vida a una mujer y a un niño ochenta veces.
Como el profesor, yo también prendería de mi americana un papel donde rezara: <>.
hace 7 años
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