Que un autor haya alcanzado la gloria y el reconocimiento universal no significa que todas sus creaciones deban ser consideradas obras maestras. El oficio de escritor es algo que se construye en el tiempo: todos los autores atraviesan diversas etapas, a medida que van perfeccionando su arte, y el caso de Víctor Hugo no es la excepción.
Hace muchos años leí "Los miserables", a la que considero como una de las mejores –si no la mejor– novelas que he leído en mi vida. Una verdadera Obra de Arte, con mayúsculas y con todas las letras.
Sin embargo, recién este año tuve la ocasión de leer otra de sus novelas, en este caso "Nuestra Señora de París", y el resultado fue bastante decepcionante. Decididamente, ambas novelas no están a la misma altura, al punto de parecer, casi, obras de autores distintos. Y en algún sentido lo son. Me explico: ambas fueron escritas por Víctor Hugo, eso no se discute. Pero mientras la primera es la creación de un escritor casi sexagenario, con una gran experiencia de vida y extensa carrera literaria, la que hoy me ocupa es la "opera prima" de un joven que contaba con 29 años al momento de publicarla, pero era incluso más joven mientras la escribía, y que hasta ese momento no había publicado más que algunos poemas y textos dramáticos. Y la diferencia se nota.
Las comparaciones son odiosas, sin duda, y es así que al contraponerla con la casi perfección de "Los miserables", la primera novela de Víctor Hugo lleva sin dudas las de perder.
Sus deficiencias son varias:
Por un lado, un exceso de lo que Angel Zapata, en su libro "La práctica del relato: manual de estilo literario para narradores", llama el “estilo enfático”. Eso se nota especialmente en algunos diálogos, que terminan por darle a buena parte de la historia un tono excesivamente melodramático, que le resta verosimilitud.
En segundo lugar, los personajes resultan planos y previsibles, en comparación con el mayor desarrollo que tienen en "Los miserables". No hay evolución alguna, ni siquiera en el jorobado, que cambia de actitud tras recibir un gesto de solidaridad por parte de Esmeralda, pero ese cambio se da una vez, y para siempre.
Dejo para lo último el aspecto donde creo que más se nota la diferencia entre el novelista maduro de "Los miserables" y el genial aprendiz que publicara "Nuestra Señora de París": en este último libro, Víctor Hugo cae reiteradamente preso de su vocación ensayística y nos endosa con interminables discursos –a veces durante capítulos completos– sobre la superioridad de la arquitectura medieval sobre la su época; o sobre cómo, desde la invención de la imprenta, el libro vino a reemplazar a las edificaciones como fuente de expresión, etc. Hay una frase que todo aspirante a escritor debería conocer: “muéstralo, no lo digas”. Un buen narrador, debe ser capaz de hacernos llegar su mensaje a través de las acciones de sus personajes, no con discursos. Sobre todo, porque esos discursos pueden tener el efecto contrario al deseado y terminar fastidiando al lector, quién casi con seguridad estará buscando otro tipo de emociones al leer una novela.
Sin embargo, no debe entenderse con estas críticas que considere que "Nuestra Señora de París" es una obra que no vale la pena, o mucho menos que desaconseje su lectura. Por el contrario, creo que sería un muy interesante ejercicio literario leerla, y en lo posible antes o después –pero con poco tiempo de diferencia– de "Los miserables", para poder comparar ambas obras y admirar la evolución de Víctor Hugo como novelista, pero también para descubrir qué elementos ya estaban presentes en 1831.
Porque si bien antes me referí al autor de "Nuestra Señora de París" como un aprendiz de novelista, no es casual que le haya agregado el adjetivo “genial”. Porque muchos de los recursos que nos admiran y emocionan hasta el infinito en su ópera magna, ya estaban presentes en su prosa 31 años antes: la capacidad para transmitir las emociones más profundas; un magistral dominio de la ironía, arañando por momentos el humor negro y un profundo conocimiento del lenguaje, que se traduce en la capacidad de poner en palabras incluso las ideas más abstractas. En el tierno brote ya se puede admirar el majestuoso árbol que vendrá después.
Finalmente, este ejercicio comparativo resultará enriquecedor y esperanzador, especialmente, para todos aquellos que estén intentando hacerse un camino en el mundo de las letras, al demostrarles que una obra maestra no es resultado de un ataque de inspiración, sino fruto de un proceso de muchos años de aprendizaje, del cual no están exentos ni siquiera los más geniales creadores.
hace 4 años
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