Tras 4.600 millones de años sudando la camiseta para corregir las muchas taras de su propia obra, Dios decide tomarse un breve y merecido descanso. Con la llegada del Renacimiento todo indica que su experimento mundano ha tomado por fin un camino menos insensato: desde las alturas celestiales observa a Copérnico, Miguel Ángel o Leonardo y se dice satisfecho que tal vez el divino empeño ha merecido la pena. Así las cosas, nuestro Padre Eterno se va a pescar dejando a su hijo como administrador subsidiario del universo. Cinco siglos después (contados en tiempo terrenal) regresa al puesto de mando para descubrir consternado que la creación está otra vez hecha un guiñapo. ¿Qué hacer ahora? Un congreso extraordinario de santos y arcángeles delibera sobre tan delicado asunto y concluye que solo hay una salida: el niño debe volver a la Tierra. «¿Estáis seguros de que es una buena idea? –pregunta el Unigénito–. ¿Acaso no recordáis lo ocurrido la última vez que anduve por ahí abajo?» Pero de nada valen sus advertencias, y Jesús (que siempre llama dos veces) se presenta de nuevo en este valle de lágrimas dispuesto a enjugarlas con el pañuelo de su calamitosa bondad. Y de nuevo se arma la de Dios es Cristo sin excluir parábolas, discípulos, calvarios o resurrecciones, aunque los inescrutables designios de la Providencia se realizan en este caso mediante programas televisivos, estupefacientes, artillería pesada y otros recursos del siglo XXI. Este es el marco (sin duda incomparable) de una sátira mordaz, amarga e implacablemente divertida donde el único sacrilegio, el auténtico pecado, es la feroz estupidez de nuestro tiempo.