Durante un año traté de mantener una sana esperanza y no escribir sino palabras verdaderas. Todos los días, sin descanso, me deslomé como los antiguos trabajadores de las canteras de Carrara, los cuales creían estar proporcionando bloques a los grandes escultores del renacimiento cuando, en realidad, estaban tallando el paisaje más bello de Italia, un abismo blanco de escalones de mármol que desciende hasta el corazón de la tierra. Paisaje, por cierto, que se divisa desde el tren. Así un año entero, sin descanso, como un galeote. Algunos días mis palabras resbalaban sobre el éter como grasa atacada por detergente y comprendía que aquellas frases no eran verdaderas y que si las miraba más de cerca no me las creía ni yo. En ocasiones tenía que decir insensateces o trivialidades para no mentir, balbuceando como un chiquillo que no se sabe la lección. Alguna vez me parece que incluso traté de silbar. En fin, hice el ridículo.