Veinticinco años después de la desaparición de Francisco Franco, España es una monarquía parlamentaria de Constitución consensuada, que ya ha sido gobernada por tres formaciones distintas. Este país es ahora una nación -de nacionalidades e identidades, de lenguas y de talantes- próspera, tolerante, y tan corrupta como lo exige la dinámica de los negocios en el espacio donde los desarrolla y promociona, puede que más o también puede que menos. Sus habitantes tienen en gran estima a la Corona y en muy poca a la Judicatura. Ya no emigran en masa y desprecian ciertas maneras de ganar dinero, que han pasado a ser el modo de vida de una inmigración al filo de la ley. Su nivel de paro actual ha descendido al de hace veinte años. El número de sus teléfonos móviles supera al de Italia. Su televisión publica es peor que cualquier otra; su televisión privada no es mejor que la publicidad por la que compite con aquella. El Estado español es laico. La iglesia católica española es la única que tiene presente una guerra civil que, desde cualquier otra instancia, es algo disuelto entre el olvido de quienes supieron de ella, la ignorancia de quienes nada saben, y el duro y eficaz aprendizaje de quienes tuvieron que adiestrarse en hacer de la memoria tan solo una perspectiva. De modo que España ha llegado a ser, por fin, un país distinto. Distinto ¿a qué? Si esa es la pregunta, la respuesta podría ser: a ella misma. De eso trata este libro.