Felipe IV (Valladolid, 1605-Madrid, 1665), hombre tímido que se escudaba tras una máscara glacial, no fue muy feliz en su vida familiar. Se casó dos veces y tuvo numerosos hijos, algunos naturales. Concedió excesivo poder a su primer ministro, el conde-duque de Olivares, pero, a la caída de éste, se dejó aconsejar por la beata sor Ágreda. Monarca de extensa cultura y gusto refinado, su reinado se considera el máximo exponente de la España del Siglo de Oro. Fue época de grandes contrastes en la que, junto a una inexorable y generalizada decadencia social y política, la corte de Madrid desarrollaba una brillante actividad cultural y artística. Velázquez pintaba algunos de sus mejores cuadros (La rendición de Breda o Las meninas) y Lope de Vega y Francisco de Quevedo publicaban las que serían obras maestras de la literatura española de todos los tiempos. Pero detrás de esa rutilante fachada se escondían guerras que no se ganaban, emigración y epidemias que diezmaban la población, corrupción y fraude que carcomían un país que entró rápidamente en crisis. El rey, consciente del tremendo desastre, envejeció prematuramente y murió a los sesenta años, triste y amargado.