La primera vez que llegó hasta mí el nombre del Comendador de las Sombras fue a través de una cita bibliográfica. Yo tenía entonces veintitrés años, un modesto puesto en la Universidad y, sobre todo, a Silvia. Me interesaban los documentos que manejaba en aras de mi trabajo —una tesis doctoral sobre rastros documentales de las órdenes militares—, pero mucho más los ojos y los labios y las palabras de mi compañera. Lo que no imaginaba era que, persiguiendo aquella pista que me remontaba a un lejano pasado medieval, casi como jugando a ser un detective de la Historia, mi mundo real y contemporáneo se iba a ver tan afectado.