A mediados de los 70, una epidemia que sólo afectaba a los adolescentes se cernió sobre los suburbios de Seattle. La llamaron “la plaga de los quinceañeros” y se manifestaba a través de síntomas de lo más impredecible. Para algunos no fue demasiado dramático: apenas unos bultos, tal vez un sarpullido. Otros, en cambio, se convirtieron en monstruos. Y no eran sólo síntomas pasajeros. Una vez contraías la infección, quedabas convertido en aquello para siempre.