Entre 2012 y 2015, es decir, en solo tres años, aparecieron estas tres novelas que supusieron un acontecimiento singular en la literatura argentina. Podríamos aventurar que inscritas en la genealogía de Néstor Sánchez, Liliana Heer o Marosa di Giorgio –y después Aurora Venturini–, logran alcanzar un grado de empatía, de adhesión inmediata, casi podría decirse natural, al ejercicio radical de sacudir y zarandear la sintaxis del Río de la Plata. Desde entonces, Ariana Harwicz no solo ocupa un lugar único y central en la narrativa argentina sino que su influencia ha recorrido Latinoamérica y también España, y en ninguno de los numerosos países donde ha sido traducida ha dejado indiferente. Harwicz ha dicho por ahí: «¿Qué es escribir? ¿Qué es ser escritor? Saberlo sería traicionar la escritura.» Por supuesto, sobre todo para aquellos escritores que, como ella, escriben en trance, escriben como un kamikaze o como un cruce de Jean Genet con Santa Teresa, dictados por una lengua siempre un poco extranjera, alucinada y, ante todo, musical y hermosísima. Harwicz recoge también ese toque Manuel Puig en el primer plano de la familia o, mejor dicho, de los lazos familiares, como una tragicomedia, oscura y dulce a la vez. Un matrimonio, una madre y una hija, un hijo y una madre, son constelaciones apasionadas, sí, pero también números de varietés. Las tres novelas que componen esta Trilogía de la pasión se alían abiertamente contra etiquetas y tendencias de mercado y, ya que hablamos de pintura, citamos con Harwicz a Degas cuando advierte que «el artista ha de empezar su obra con el mismo ánimo que un criminal». Y quizás, añadimos, terminarla también como un crimen, enamorado y a cuchillazos.