Bastaba con ver el miedo de mi madre y mi tía Clara ante los colilleros y los pobres desahuciados que se nos acercaban por la calle implorándonos la limosna. Figuras tan famélicas y devastadas como los cientos de mutilados de guerra que extendían sus muñones sobre las aceras, y a los que mi tía Clara sí socorría siempre con las monedas de cobre del monedero. Eran los desechos de un ejército cuyos soldados en alpargatas veía yo cada tarde con las tatas de delantales blancos en La Plaza del Museo.