España. Una historia abreviada recorre la dilatada historia de un país que, por su ubicación geográfica en el sureste de Europa, se ha visto y sigue viéndose expuesto a vientos culturales (políticos, pero también meteorológicos) desde todos los puntos cardinales. África se encuentra a tan solo catorce kilómetros hacia el sur, mientras que el Mediterráneo trajo las corrientes civilizatorias de fenicios, romanos, cartagineses y bizantinos, y conecta con las tierras árabes de Oriente Próximo.
Algunos de nuestros primeros «visitantes», en plena Edad de Bronce, llegaron procedentes de la estepa rusa. Los siguieron visigodos, árabes, ejércitos napoleónicos y muchos más invasores y migrantes. Otros vientos y corrientes circulares unieron la península al continente americano y permitieron que España conquistara y colonizara gran parte de ese territorio. Como resultado, en esta tierra se ha desarrollado una especie de vigor híbrido. Y, siempre que se ha intentado negar esta inevitable heterogeneidad, ha sido preciso un esfuerzo sobrehumano para forjar una identidad nacional «pura», que ha resultado imposible mantener. Pero, ¿y si esa imposible homogeneidad, ese crisol de culturas, fuera el auténtico rasgo definitorio de España?