Hablan poco, pero en realidad no hay mucho de lo que hablar. Anchuras y el Enjambre pecan de manchegos, ya se sabe, pueblos de silencios, trabajo, rutinas y soledades.
El tío Jacobo, la Remigia y el Tiresias se conocen del derecho y del revés, como también conocen los modos de la sierra, las maneras de las cabras, las manías de las abejas. Su mundo es faena y trajín. ¿El mundo de los otros? El parte de noticias de la radio, si las ondas están de buenas, y el mapa del mantel de hule, mapa perdulario que ha extraviado algunos continentes y mares, o al que las Remigia se los ha borrado de tanto friega que te friega.
Ellos no lo saben, lo intuyen. Barruntan que progreso y naturaleza no casan bien, que los pastores cada vez son menos y que ni tras ellos ni tras sus cabras vendrán otros.
No quieren saber, pero reconocen que los días del Enjambre, los de Anchuras y los del resto de pueblos cortados con la misma tijera ya no son días, sino noches, escarcha y escalofrío.
Frente al futuro, negro e incierto, sólo queda acogerse a la palabra, que nace noble del corazón del Tiresias y brota torpe de sus manos recias. Quizá escribir sea resistir, y llegado el caso, una victoria frente al olvido.
Los personajes de Enjambre encarnan el drama cotidiano de la España rural, de un país sin gente, el de los pueblos al margen del tiempo, fijos en las cunetas del abandono. Son hombres y mujeres en extinción, resistencia ignorante e ignorada frente al cambio climático, prehistoria de la Humanidad y refugio contra el progreso voraz.
Cabanillas Saldaña no tiene la solución para la agonía de unos pueblos vistos para sentencia, aunque su escritura es bálsamo para el alma de los lectores que provenimos de ellos.
La rebelión contra la literatura hecha a golpe de talonario y ayuna de contenido comenzó con Quercus y sigue con Enjambre; los libros de factura bella, asunto de pequeñas editoriales. (Jorge Juan Trujillo, 21 de octubre de 2021)