La lluvia cae sobre Casablanca iracunda, alucinada. Baja el agua por las canoas del techo al patio a trompicones, como llevada de la mano de mi señor Satanás. Quiebra tejas, moja pisos, forma charcos y los charcos lagos. Borbotea de la ira la maldita. Casablanca no es una ciudad, es una casa: blanca como su nombre lo indica, con puertas y ventanas de color café y una palmera en el centro de un antejardín verde verde. Y así ha sido siempre y así siempre será, incambiada, incambiable, como el loquito de arriba, el que dijo: «Yo soy el que soy». Yo también. Yo soy el que soy.