Contar una historia es relativamente sencillo, pero contar la historia, en ocasiones, se convierte en una tarea ardua. La labor se complica aún más si gira en torno a al Ándalus y a la figura de Abderramán I, puesto que ambos, complejos de por sí, conectan el Oriente y el Occidente del siglo VIII, ingobernable desde un punto de vista político y también literario.
Llegó con el recuerdo de Damasco entre sus manos, dejó tras él huellas de sangre y polvo –latidos de los suyos, pálpitos del desierto–, llegó con su fiel Badr, desembarcó sin nada pero dispuesto a todo. Presenció el infortunio de los Omeya, sufrió la ira de los abásidas, sembró en Córdoba la semilla de Oriente, y aunque no reconcilió a los habitantes de al Ándalus –¿quién podría apaciguar a los que se odian en todos los idiomas y con todos los acentos, en todos los rezos y con todas las palabras?–, demostró que él encarnaba el poder y no dudó en ejercerlo. El autoproclamado emir hizo frente a todos y a todo: rebeliones, conjuras, traiciones, tensiones entre clanes. Pero siempre salió airoso, quizá porque era el elegido, el hijo y heredero de la profecía, quizá porque pocos habían padecido tanto como él y no estaba dispuesto a seguir sufriendo.
La recuperación literaria del emir Abderramán I y de la Córdoba andalusí tiene un valor indudable, puesto que la etopeya de aquel hombre y la complejidad política, étnica y social del territorio exigen un ejercicio de paciencia y una agilidad narrativa dignos de mención. En un momento como el que vivimos, donde la crisis y la defensa de la identidad, sea cual sea esta, exacerban a propios y extraños, ganar la historia a través de un libro es un verdadero logro.
No puedo ser objetivo con la Córdoba histórica. Mantengo un idilio con ella que dura años y que presupongo eterno. Si los lectores me lo permiten, quiero interpretar Abd Al-Rahman Al-Dahil como un pequeño oasis en medio de esta tragedia colectiva que no parece tener fin. No es un espejismo, es la prueba de que volveremos a la vida y a las calles de Córdoba para sorprendernos con las desventuras y hazañas de aquel primer emir, con las guerras entre la amalgama de pueblos peninsulares, con el balbuceo incipiente de la mezquita.
Si los lectores me lo permiten, no quiero recomendar un libro, deseo recomendar un sueño. Si Abderramán se sobrepuso, nosotros nos sobrepondremos, y con la novela de Daniel Valdivieso en nuestra mochila, desde un cafetín o desde una tetería cordobesa, nos felicitaremos porque el sueño de entonces será tan cierto como el aroma a menta. (Jorge Juan Trujillo, 22 de febrero de 2021).