Casi todo lo que aprendí sobre la historia de España en los libros escolares era mentira, pura fábula o deformación esperpéntica de un pasado escrito a la medida raquítica de un presente impresentable que pretendía fabricarse un pretérito perfecto. Entre las más poderosas ilusiones ópticas proyectadas por el Régimen para amenizar nuestro viaje hacia ninguna parte figuraba aquella historia sintética y atlética cuajada de hazañas bélicas y sembrada de víctimas inocentes inmoladas por Dios y por España en gestas imposibles, hazañas incomprobables y errores desproporcionados que se presentaban como triunfales epopeyas. Sin embargo, las imágenes de aquella historia, simplificada y simple, inverosímil e inverificable poseen, por mucho que nos pese, el poder de evocación que desprenden las cosas que aprendimos en la infancia. A veces he pensado qué ocurriría si por un caprichoso quiebro del destino, don Matías, mi profesor de entonces (que nunca consiguió que Mediavilla memorizase la saga visigótica) se equivocase de clase y se materializara con su método bajo el brazo en un aula de hoy...