Visión íntima que va desde el impresionismo literario al soliloquio y los recuerdos de juventud. “Un terrible horror vacui llenaba, a cada bocado, hasta el último rincón de la casa, lo envolvía todo, cada espacio hueco del lienzo minimalista que era su cubil. Un onanismo de tristezas y una tos postorgásmica era lo que quedaba de la felicidad pasada. Una dicotomía, un cruce de caminos sin crucero en el que encomendarse al altísimo. Una tierra baldía, yerma de esperanza, a un lado, un cementerio, una cloaca, al otro. El horador nunca pronunció discurso alguno, comiendo a deshoras sus propias palabras, sílaba por sílaba. Ningún oído, ni refinado ni chabacano, escuchó jamás su prédica. Su cama, encomendada a los súcubos que, por suerte o por desgracia, ninguna noche acudieron a perturbar su sueño, yacía plácida aunque fría. El horador sueña su mensaje, y tal vez, en el entresueño pasee por su memoria María Cobarde, de altanera a cabizbaja. Puede incluso que paseen juntos, tomados de la mano. Quizás los garabatos, los llantos y las risas infantiles de los hijos que no tuvieron, arrastren por sus ojos alguna lágrima onírica. Mañana despertará azorado, más triste, si cabe, de lo habitual. Pero no recordará el porqué. El superyó se encargó de enterrar bajo toneladas de arena aquel disfraz de padre feliz. No así su sensación, desvinculada, sí, pero remanente, indeleble a la luz de la mañana que camina ya, impertérrita, por el blanco de sus sábanas. De nuevo el nuevo día, otro más y no hay más, vuelta a empezar.”