El término «tacaño» es propio y exclusivo de la Península Ibérica referido a la persona ruin y despreciable de bajísima catadura moral, carente de elegancia espiritual alguna.
El refranero español abunda en referencias a la condición de estas criaturas y alude a que son esclavas de su dinero, tanto que no es fácil hallar un avaro que esté contento. A nadie le gusta que le cuelguen el sambenito de «roñoso» y por ello se recurre a todo tipo de eufemismos, incluido el adjetivo «austero».
Pancracio Celdrán ha recopilado en este libro multitud de anécdotas ―sorprendentes unas, aleccionadoras otras y casi todas muy divertidas― sobre este personaje arquetípico del que ha hablado una legión de autores a lo largo de los siglos. Porque el agarrado, sufridor a la vez las preocupaciones del rico y de los tormentos del pobre, es fiel reflejo de una de las constantes del hombre: el deseo de conservar a ultranza sus bienes materiales. En el lado opuesto, y para compensar tanta avaricia, se relatan las historias de los que disfrutan gastando sin sentirse culpables, los generosos que con una mentalidad hedonista prefieren apurar el hoy y el ahora, sin pararse en barras ni temores sobre el futuro.
A esta fauna pintoresca unas veces, ejemplarizante otras, se agrega la nutrida tropa de los gorrones y pedigüeños, tipejos y criaturas lamentables que buscan en el sablazo y el abuso de confianza el modo de resolver el cotidiano problema de llevarse algo a la boca.