La muchacha que recorre sin rumbo fijo el metro de la ciudad no está realmente ciega: su ángel guardián la abandonó, pero le dejó el don de ver los sonidos y los olores, un mundo nuevo de percepciones, donde tienen cabida laberintos sin salida, elefantas que desfilan a paso lento, pájaros que cantan en jardines secretos. La belleza de este universo, sin embargo, está impregnada de melancolía porque es un mundo de soledad. Y en solitario busca la muchacha ciega el débil parpadeo de la luz.