Mucho tiempo había creido Urías que su increencia le permitiría vivir impunemente entre sus ritos y constumbres, pero ahora notaba que el objeto de esa fe, Dios, no podía ser simplemente descartado para explicar ciertos fenómenos. Ese Yahvé implacable, caprichoso, presa de extraños arrebatos estaba actuando, aunque no fuese más que en la obcecada sugestión de miles de hombres. Ellos, los israelitas, no iban al encuentro de Dios, sino exactamente lo contrario. Saúl y los suyos perseguían a David y todos eran perseguidos a su vez por Dios. De Él huían.