Corría aterrada por las vías. Apenas podía controlar el bamboleo de su enorme vientre de ocho lunas de embarazo. Esto es lo primero que sabemos de Proc: que huye sobre los rieles que recorren un viejo túnel, y que está embarazada. La jauría estaba cerca, muy cerca, demasiado cerca. No sólo se oían sus gruñidos sino que ya se percibían las pisadas contra las vías y los maderos. Eran muchos. Esto es lo segundo: huye de los lobos. No son la única amenaza que habita la oscuridad de los túneles, pero ahora son su amenaza. Una abertura. Sin luz. Tanteó con el pie: el vacío. Se agarró del costado para no caer y tanteó con la mano, con el pie: más vacío. El tacto, el oído, el olfato son nuestros mejores aliados si de lo que se trata es de sobrevivir en la oscuridad. Y, en el mundo de Proc, la mayor parte del tiempo es de eso de lo que se trata. Cuando la supervivencia acapara toda o casi toda nuestra atención sucede también que la frágil capa de civilización que nos protegía del horror no tarda mucho en resquebrajarse. Pocos autores han sabido hablar del desamparo radical que viene después como lo hizo Rafael Pinedo, autor de culto de una obra extraña y original. En esta novela afinó nuevamente su peculiar mirada, esta vez desde una fábula sobre la maternidad como metáfora del instinto de supervivencia más desnudo y salvaje. Le parecía ver algo, pero no estaba segura. Miró hacia atrás, hacia las vías. Allí estaban. Los lobos. No los contó; uno, dos o más era lo mismo, los dientes eran lo importante. Saltó al vacío. Con las manos hacia delante.