«Concretar en un puñado de líneas lo que sabemos de las personas que amamos es un interesante ejercicio de escritura, pero también, y ante todo, un involuntario autorretrato. Las palabras que elijo para contar quién fue mi padre cuentan en realidad quién soy yo». Con esta declaración, Fernando Marías construye un libro de hondo sentimentalismo. Escrito a modo de duelo, en el tramo que media entre la muerte de su padre y el cierre definitivo de la que fue la casa familiar, las páginas de La isla del padre dibujan un emotivo retrato-autorretrato en el cual se traslucen las luces y las sombras —en un despliegue más lumínico que oscuro, afortunadamente— de una relación paterno-filial conmovedora. La escritura de corte autobiográfica, aunque sin entrar en los terrenos puros y duros de la autobiografía, está teniendo una buen número de cultivadores últimamente. Pienso en Luis Landero, en Fernando Aramburu o en Javier Marías; pero es el de Fernando Marías el que más me ha enternecido y conmovido. Sin caer en sentimentalismos, la búsqueda de esa forma de cercar al padre que fue, al marino que quería encontrar la isla que sería la suya, es un relato tan vigorizante como delicado. Nosotros, sus lectores, a través de los continuos saltos temporales, de una anécdota a otra —o de una sensación a otra—, devoramos las páginas implicándose uno con tanta emoción como ante alguien que se desnuda tan tiernamente ante nosotros. Merece la pena la lectura de La isla del padre, por lo emotivo, por lo mágico: por lo humano. (Carlos Cruz, 12 de marzo de 2015)
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