No hay nada más mundano que un buen funeral. Y todavía más si se trata de conmemorar a un difunto que, literalmente, ha tenido en sus brazos a la crème de la crème -de ambos sexos- de Londres. Entonces el evento puede volverse, además de mundano, atrozmente íntimo. Y se corre el riesgo de que la ceremonia se descoyunte súbitamente, si en el programa figura un preocupante solo de saxo o si uno de los asistentes se pone en pie para componer un panegírico de la anatomía del finado. Y más aún si el fiel y puntilloso cronista es Alan Bennett, quizá el único gran escritor contemporáneo capaz de hacer que nos retorzamos de risa desde la primera a la última línea, un maestro del humor.