Leyendo a Stanišic uno diría que la guerra y el paso del tiempo causan un dolor similar, quizá menos traumático, pero igual de duradero.
Le dolió la huida, prueba inequívoca de la debilidad de las rutinas y las certezas, y le duele regresar por partes, como fascículos de periódico, iguales en apariencia aunque distintos en el fondo. Al fin y al cabo los países se mantienen en el mismo lugar, da igual si cambian de nombre o tamaño; sin embargo, el autor muere un poco con cada despedida o después de cada llamada a su abuela.
El dolor dulzón y la esperanza incierta que acompañan al recuerdo sirven a Saša para repasar su propia vida antes, durante y después del conflicto que acabó con Yugoslavia.
Su biografía novelada no es un repaso de la catástrofe sufrida por la gente de los Balcanes, es un catálogo edulcorado -afortunadamente edulcorado- de las desdichas y fortunas de un refugiado. Es también, y en este punto el libro se hace merecedor de nuestra atención, la historia de los que no pudieron o no quisieron huir y acabaron devorados por las ausencias y la vejez.
Realmente, la guerra quebró las relaciones familiares, del mismo modo que la distancia aniquiló y aniquila en cualquier lugar del mundo los lazos que nos unen a los nuestros.
Quizá no lo sepa, pero partiendo de su experiencia Stanišic universaliza y da voz a todos los que, por uno u otro motivo, abandonaron su hogar.
Libro recomendable para conocer la historia humana de la Europa reciente. (Jorge Juan Trujillo, 10 de agosto de 2021)