Porque en todas las familias hay historias. Con esta frase que hemos oído alguna vez al surgir la guerra civil española como conversación, quien la pronuncia concluye que los dramas de represión, venganzas y miserias, los vivieron todos en función de la zona en la estuvieran durante la contienda o dependiendo la categoría humana de las personas que se cruzaran por el camino de los protagonistas de esas historias. En “Las lentejas de la guerra”, las vivencias de tres sagas familiares –en principio sin vínculos entre sí- se van alternando. Por un lado, la unión que forma un madrileño de familia republicana con la hija de un alcalde de derechas de la vega baja de Alicante. Por otro, la narración de un niño, hijo de padre afín al bando franquista, que vive la guerra en Las Palmas donde, al igual que en las Islas Baleares, la contienda afectó en menor medida la vida diaria del pueblo, reflejando así en el padre del joven la burbuja en la que muchos vivieron esos tres años. Por último, breves capítulos en los que una anciana cuenta a su nieta, en un momento que parece situarse en los años ochenta o noventa, cómo su modestísima familia vivió la guerra en Cieza. A través de la vida en Madrid del joven matrimonio, observamos cómo ante los momentos difíciles siempre se puede obtener ayuda por parte de los demás, si bien –y esto se narra en los capítulos de la posguerra- en ocasiones esa ayuda puede ser envenenada y provocar que volvamos a caer de nuevo. El ingeniero emigrado a Las Palmas durante la guerra, representa la honestidad intelectual que una minoría de adeptos al bando nacional (Laín Entralgo, Ruiz Giménez e.t.c.) demostraron pocos años después de acabar la contienda despojándose de la manifiesta adhesión a un bando (y a sabiendas de las ventajas que con ello perdían), una vez constatada la inutilidad de las guerras y las vidas que, entre los supervivientes, éstas quedan arruinadas. La voz de la abuela que a finales del siglo XX cuenta a su nieta la manera con la que guerra marcó a su familia en ese pueblo de Murcia, actúa como un fresco en el que se dibuja cómo los más débiles siempre terminan siendo humillados por los poderosos de uno y otro bando y la inutilidad de rebelarse contra el más fuerte. Junto a las múltiples historias de esos años, “Las lentejas de la guerra” refleja costumbres y usos sociales de una época en aspectos como la manera con la que las familias vivían con hijos discapacitados, la represión sexual a los adolescentes o la institución de la querida. Al final de la novela, las vidas de las nuevas generaciones de las tres familias acaban entrelazándose y uniéndose, recordando así la técnica narrativa con la que Almudena Grandes estructura las tramas de sus novelas de la guerra civil española, pero con dos diferencias: que el autor no llega a la complejidad en el puzle de historias que la madrileña construye y luego encaja, ni a la profundidad psicológica de los personales de aquella pero, a su vez, tampoco presenta la obra como una historia en la que los buenos estaban en un lado y los malos en otro. Asimismo, las pequeñas vivencias cotidianas de sus protagonistas recuerdan cómo el injustamente infravalorado e insuficientemente recordado Fernando Vizcaíno Casas novelaba sus recuerdos de niñez en Valencia. Lejos de ser una novela divida en planteamiento/nudo/desenlace que nos mantenga en vilo a la espera del final de la historia, “Las lentejas de la guerra” presenta como baza principal la forma con la que las páginas van sucediéndose encadenando pequeñas historias capaces de conmover al lector. www.antoniocanogomez.wordpress.com
hace 2 años